Libertad
Carolina siempre había sentido que no encajaba en ninguna parte.
La infancia la pasó en un pequeño
barrio de extrarradio, jugando en la plaza hasta que el sol comenzaba a
ponerse, con los demás niños y niñas de su edad que vivían en los bloques de
ladrillo visto desteñidos por la contaminación que se retorcían infinitos hacia
el firmamento.
A principio de los 2000, los
juguetes todavía tenían asignado color y género: los niños corrían de un lado
para otro dándole patadas a un balón, y las niñas peinaban los rubios cabellos
de preciosas muñecas. La habitación de Carolina, como no podía ser de otra
manera, estaba llena de peluches, las estanterías repletas de cuentos de hagas
y las películas que veía con sus padres los sábados por la tarde solían tratar
de princesas que necesitaban ser salvadas, y provocaban en la pequeña Carol un
millón de dudas. ¿Acaso ella no se podía enfrentar a un lobo, a monstruos, o a
un dragón? La respuesta a aquella pregunta le llegaba siempre en forma de
canción: “Carolina trátame bien o al
final te tendré que comer”.
Cada verano, sus padres la
llevaban a pasar unas semanas en casa de sus abuelos, un pueblecito
prácticamente desierto en la provincia de Cáceres y a pesar de lo que
cualquiera podría pensar en un primer momento, Carol se sentía mucho más
integrada allí que en las calles asfaltadas de alquitrán que la habían visto
crecer. En El Matón, como el pueblo
era coloquialmente conocido, apenas circulaban vehículos y los escasos niños,
todos de diferentes edades y que aun así jugaban juntos, eran libres de correr
y disfrutar sin preocupaciones. Cuando llegaba el mes de julio y Carlina se
bajaba del Peugeot 205 gris de su padre, aquel curioso grupo de niños y
preadolescentes la recibían como a una más.
En las calurosas horas más
calurosas organizaban excursiones al río – nunca llegó a conocer cuál era su
nombre –, cuyo escaso caudal les refrescaban a pesar de que el agua apenas les
cubría la mitad del cuerpo. Tras bañarse, construían cabañas de barro y ramas y
cuando comenzaba a refrescar, merendaban los bocadillos que les habían
preparado madres y abuelas, envueltos en grandes toallas de playas y
acompañados por el suave rumor de las cigarras. Al atardecer, deshacían el
camino en fila india por el arcén de la carretera, y quedaban para volver a
verse: por las noches, se juagaba al escondite.
Carolina no recordaba mejores
días que aquellos: allí no importaba si era niño o niña, si llevaba el pelo
corto o largo, o si le gustaban los videojuegos o las muñecas. Simplemente,
eran niños que jugaban ajenos a los prejuicios.
Por desgracia, la vida de
Carolina había estado marcada por muchos más momentos de injusticia e
incomprensión; tal vez fuera por eso que se aferraba con tanto ahínco a aquel
recuerdo: le daba fuerzas y le recordaba cada día que valía la pena luchar por
la libertad.
Al crecer, adultos a los que sólo
veía en las comidas familiares comenzaron a interesarse por ella: “¿Ya tienes
novio?” “Si te dejaras el pelo largo, estarías mucho más guapa.” “¿Por qué
siempre llevas vaqueros? Con vestidos se te vería mucho más femenina.” Era como
una insoportable plegaria que se repetía una y otra vez. ¿Por qué nunca le
preguntaban por la obra de teatro que estaban organizando en el instituto? ¿O
por el notable que había sacado en Física y Química? Con lo que se había
esforzado. A nadie le importaban sus logros, sus intereses o sus inseguridades,
tan sólo importaba que ella no era como se suponía que debía ser.
Carolina sentía que se ahogaba en
las mareas de personas que sí recorrían el camino que les habían recetado. Ella
iba siempre a contracorriente. Cada vez que conseguía avanzar un paso, el
empuje de la multitud la hacía retroceder dos.
Cuando cumplió veinte años,
decidió celebrarlos dándose un regalo a sí misma. Hasta el momento, había
salido con un par de chicos, pero ninguna de esas relaciones había resultado
como ella esperaba. Hacía tiempo que había descubierto el porqué, pero no se
había atrevido a aceptarlo hasta ese momento. Por eso reunió a todos sus
amigos, los de toda la vida, que la habían visto pasar por cientos de etapas,
de formas de vestir, de llevar el pelo, y que habían permanecido a su lado a lo
largo de los años, y se lo dijo: Carol era homosexual. Algunos de ellos
desaparecieron de su vida entre falsas excusas y sonrisas impostadas, pero
Carolina decidió darle sólo importancia a aquellos que realmente le habían
demostrado que merecían el calificativo de amigo.
Se lo confesó también a sus
padres, con el estómago encogido. Parecieron aceptarlo de buen grado en un
primer momento, pero pronto comenzó a notar cierto distanciamiento, y a
Carolina no le quedó más remedio que hacerse un nudo en el corazón y continuar
con su vida, pues ni ella podía obligar a sus padres a entenderla, ni ellos podían
hacer que Carol fingiera ser alguien que no era.
Fue una época dura la que siguió
a su gran revelación. Hubo muchos días de silencio en los que miraba el
teléfono, deseosa volver a escuchar las dulces reprimendas de su madre, pero
nunca llamaba. Por las noches, veía pasar todas las horas en el reloj tumbada,
sola, en una cama demasiado grande, recordando el beso en la frente que su
padre le daba siempre al acostarse.
-
Ya ha pasado mucho tiempo desde aquello. – habló
una voz a sus espaldas.
-
¿Qué? – respondió Carolina, perdida en sus
pensamientos.
-
Llevas media hora apoyada en la puerta, sin
decir una palabra. Ha pasado mucho tiempo Carol, todos sois personas distintas
ahora.
Laura tenía razón, como siempre.
Carolina no pudo reprimir una sonrisa llena de agradecimiento, pues sólo ella
podía comprender sus silencios.
-
Estoy algo nerviosa, no lo voy a negar. – dijo
mientras estrechaba entre sus brazos a su chica.
-
Tampoco podrías. – contestó ésta, devolviéndole
un fuerte abrazo. Ambas rieron. – Seguro que están a punto de llegar. Venga,
ayúdame a terminar de poner la mesa. Todo saldrá bien.
Un poco de mala gana, Carolina se
alejó de la puerta metálica pintada en color crema, y se volvió hacia la larga
mesa que habían colocado bajo la enramada; hacía calor, pero bajo su sombra
estarían agusto. Las uvas que colgaban aún no estaban maduras, y las abejas
volaban revoltosas entorno a ellas.
Tenía los nervios a flor de piel.
Habían pasado casi diez años desde la última vez que había visto a sus padres,
pero Laura estaba en lo cierto: Carolina no era la misma persona. Había tenido
que madurar sola, tal vez demasiado pronto, trabajando horas mal pagadas en un
bar del centro de Madrid, ahorrando cada céntimo en pro de su sueño: publicar
un libro. Trabajaba todo el día y escribía por las noches. Así fue cómo conoció
a Laura.
Se había pateado todas las
editoriales de Madrid, sin éxito. Era una desconocida, y nadie en su sano
juicio apostaría por ella. Siempre supo que iba a ser difícil, pero el universo
parecía conspirar en su contra. Después de muchos fracasos y decepciones, cuando
estaba a punto de tirar la toalla, por fin una editorial le devolvió la
llamada.
Era pequeñita, y Carolina tendría
que sufragar parte del coste de la publicación, pero no le importó. Por fin
alguien había creído en ella. Y ésa, había sido Laura.
Pasaron muchas horas juntas,
releyendo y corrigiendo su manuscrito cientos de veces, esforzándose en quedase
perfecto. La química entre ellas saltó desde el primer momento. Se convirtieron
en amigas, compañeras, cómplices y, con el tiempo y un poquito de suerte, en
pareja.
Laura la entendía sólo con
mirarla. Era su mayor admiradora y su crítica más sincera. Sus ojos pardos
estaban llenos de comprensión, y sus manos siempre la acariciaban con ternura.
Carolina siempre pensó que eso de las almas gemelas no era más que palabrería,
pero desde el momento en que conoció a Laura, no concibió su vida sin ella.
Desde el principio, se habían
prometido luchar siempre juntas, remar en contra de cualquier temporal que se
pudiera presentar, y así lo hicieron. Siete años después de iniciar su
relación, continuaban riéndose a carcajadas y enfrenándose codo a codo a los
problemas. A pesar de los vacíos que Carolina tenía en su vida, Laura era la
prueba de que todo por lo que había pasado, finalmente había valido la pena.
No había capítulo de su vida que
no hubiera compartido con ella. Resultaba increíble verla ahora en el corral en
el que Carol había pasado tantos veranos.
Una noche cualquiera, acurrucadas
en el sofá tras un largo día de correcciones, vieron a la venta la antigua casa
de sus abuelos. Carolina entró en catarsis, nadie le había comunicado su
fallecimiento. No había podido despedirse, decirles que gracias a ellos tenía
un recuerdo al que recurrir cuando le fallaban las fuerzas. El dolor que sintió
no se podía describir por palabras.
No se lo pensó dos veces y llamó
a su tía, le ofreció una jugosa cantidad y se la vendió sin miramientos.
Firmaron los papeles al día siguiente, y ése mismo fin de semana, se mudaron en
su Polo azul al Matón. Sí, no se
había podido despedir de sus abuelos, pero estarían siempre con ella, presentes
en cada rincón de aquella casa que habían reformado juntas, paso a paso, con
dedicación e infinito amor.
Y ahora, una década más tarde,
sus padres habían accedido a rencontrarse.
Una bocina sonó en el exterior.
Carolina supo inmediatamente que habían llegado. Su padre siempre se anunciaba
así.
No lo pudo evitar. Sintió el
impulso y antes de darse cuenta, corría hacía ellos. La esperaban fuera del
coche, con los ojos tan enrojecidos y vidriosos como los de ella. Frenó en seco
antes de arrollarlos, y se quedaron en silencio.
-
Bienvenidos. – les saludó con un hilo tembloroso
de voz.
Su madre, encogida por la edad,
rompió en un llanto desconsolado, arrepentida de todos los años que había
perdido con su única hija. Su padre, más entero, encajó la mandíbula y retorció
las manos, visiblemente nervioso. Siempre había sido parco en palabras, pero
Carol lo conocía bien, y la culpabilidad se reflejaba en cada arruga que
surcaban su rostro. Nunca había esperado disculpas, tan sólo anhelaba su amor
incondicional. Al contemplar las lágrimas saladas mojando las mejillas de su
madre, el sufrimiento producido por el orgullo de los últimos diez años
desapareció como por arte de magia.
Se fundieron en un fuerte abrazo,
y sin necesidad de decir nada, caminaron de la mano hacia el patio, donde les
esperaba Laura con una inmensa y sobrecogedora sonrisa. Su madre la miró
entonces, y con su carácter directo del norte, preguntó:
-
¿Eres feliz?
-
Sí. – respondió Carolina de forma inmediata.
-
Pues vamos a comer.
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