El sentido de la vida

No puedo olvidar el momento en el que la pesadilla empezó. En un principio, me pareció no haber entendido bien lo que aquel hombre con el rostro surcado de arrugas y manchas de la edad acababa de decir. Tenía que haber oído mal. Haciendo acopio de la poca paciencia que me caracterizaba, le pregunté si tendría la amabilidad de repetírmelo. El médico accedió, como haciéndome un favor, o tal vez fuera yo, malinterpretándolo, pues estaba al borde del colapso; mis piernas cobraron vida propia y comenzaron a temblar sin remedio, exigiéndome que saliera corriendo de aquel lugar. Pero no podía abandonarla. A ella, no.

 La vida dio un giro de 180 grados en lo que dura una conversación. Los siguientes días se resumieron en hospitales, salas de espera y en el veneno fluorescente que ahora fluía por sus venas. Casi de un día para otro, su cuerpo empezó a demacrarse sin control y vi como el dolor le resultaba tan insoportable, que su cara se descomponía en muecas desgarradoras.

Toda mi vida, ella había sido fuerte por las dos, y ahora me tocaba a mí devolverle aquella labor. Durante semanas no me separé de ella ni un segundo; dejé mi casa, cerré el negocio, me dediqué en cuerpo y alma a cuidarla, y en los momentos de flaqueza, en mi cabeza resonaban las palabras que su voz me había susurrado tantas veces durante mi infancia: “mientras seamos tú y yo, nunca estaremos solas”. Dejé también de apagar el teléfono, no me perdonaría si llegase a perder una sola llamada del hospital. Pero también me llegaban cientos de mensajes de mis amigas, que no entendían mi desaparición repentina, y pensé que me vendría bien tener un momento aparte de todo ese infierno.

Me sentí extraña, como si me faltara una parte de mí, lo que me convertía en quien era. Paseando por las calles del que había sido mi barrio, las caras conocidas con las que me fui encontrando mostraban gestos de asombro al verme; incluso algún atrevido se volvió para comprobar si no le estarían engañando sus ojos. El frío me erizó la piel desnuda de la nuca, así que me arrebujé todo lo que pude en la dichosa bufanda de lana, que era tan caletita como picor me producía. Al final de la avenida, divisé a mis amigas sentadas en la terraza del bar de siempre. Con toda la seguridad de la que pude hacer acopio, me aproximé a ellas con una sonrisa marcada a fuego en mi cara. Cuando mis amigas alzaron la vista hacia mí, fijándome en sus miradas sorprendidas, pude comprobar que al principio no me reconocieron. Intenté no darle demasiada importancia, y me senté junto a ellas. No detuvieron su conversación para comentar mi nuevo aspecto, pero sí me dedicaron varias miradas de soslayo. Me sorprendí a mí misma pensando que los temas sobre los que charlaban animadamente me parecían mundanos e intrascendentes. ¿Qué había cambiado?

El reflejo del cristal del bar me devolvió la imagen de una mujer vestida de manera informal, con un chándal y una bufanda enorme y bruta que le aportaba calor; llevaba la cara lavada, y lo que empezaron como unas ojeras oscuras, se habían convertido en bolsas bajo sus ojos, que lucían una mirada triste y devastada. La mujer del reflejo se llevó las manos a la cabeza, intentando acariciar una melena que ya no existía; se había rapado la cabeza hacía algún tiempo ya, y ahora llevaba el pelo más corto que había visto jamás. Entonces, vi claramente cuál era la respuesta: yo había cambiado.

Todas las piezas del puzle me encajaron de repente. ¿Qué estaba haciendo allí, pasando el tiempo con personas que ni siquiera me habían preguntado qué me había pasado? En realidad, yo tampoco quería compartir nada con ellas. Así que me levanté de un salto, y pagué la cuenta de aquellas chicas que resultaban completas desconocidas. Sólo había un lugar en el que realmente quería estar.

Corrí calle arriba sonriendo, esta vez de verdad. Cuando entré en casa, me miró sorprendida y yo corrí hacia ella, la abracé fuerte y le susurré: “mientras seamos tú y yo, nunca estaremos solas, mamá”.

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