LA TEMPESTAD

 

“Si estás atrapado en las sombras, aguarda, aguarda. Del lodo crecen las flores más altas, más altas”:

"Qué fácil es decirlo", pensó Rosalía mientras recorría la carretera, mojada y desierta, por la que tantas veces había viajado en el asiento trasero del Citroën AX de su madre. Xoel López cantaba en la radio, interrumpido por el chirrido de los limpiaparabrisas, las palabras que Rosalía no estaba preparada para escuchar. Molesta, levantó la mano de la palanca de cambio y apagó la radio. 

Era la primera vez que iba a ver a sus padres en meses, pues su relación se había enfriado considerablemente tras la discusión: no se habían tomado bien que abandonara las oposiciones. Un día, Rosalía se despertó en mitad de la madrugada; un sudor frío le perlaba la pálida piel y una ansiedad desmedida se cernía sobre su pecho. el edificio entero dormía, no había ni una sola luz encendida en el patio. Faltaban pocas semanas para su vigésimo séptimo cumpleaños, y envuelta en el más absoluto silencio, comprendió que no podía continuar engañándose a sí misma. A la mañana siguiente, esperó ansiosa delante del reloj colgado en la pared de la cocina y, al dar las nueve, llamó a sus padres. Intentó explicarles que no se sentía cómoda con el rumbo que estaba tomando su vida, que no era feliz y necesitaba empezar de cero, pero no encontró en ellos el apoyo que tanto anhelaba. No habían hablado mucho desde entonces. 

"Tal vez el nombre que recibimos al nacer marca nuestro destino" se dijo, intentando infundirse ánimos. De entre todos los nombres posibles, habían escogido Rosalía para ella, y ahora se echaban las manos a la cabeza porque quisiera ser escritora. Fueron meses muy duros lo que siguieron a su revelación. Cada día, al alba y al caer la noche, Rosalía, sentada sobre su cama, marcaba sus números de teléfono y aguardaba contando los tonos, pero nadie respondía. No le contó a nadie por lo que estaba pasando, ni siquiera a su chico, Álvaro. Por las noches, cuando le contemplaba dormir, pensaba en por qué no se atrevía a contárselo; al final, cuando finalmente el agotamiento la vencía y sus párpados comenzaban a pesarle, llevaba siempre a la misma conclusión: no encontraba las palabras para definir su dolor.

"Menuda escritora estás tú hecha" le susurraba la voz de su madre al oído. Desde luego, no había sido buena idea apagar la música; dijeran lo que dijeran las letras de las canciones, no podían ser peor que sus propios pensamientos. 

Volvió a encender la radio y subió el volumen para que la música ahogara sus temores. Estaba nerviosa. Aquella mañana por fin su teléfono había sonado: era su madre, que sí bien seca y distante, había tenido a bien comunicarle que su abuelo se encontraba enfermo. Aunque la llamada fue corta, Rosalía ya estaba medio vestida antes de colgar. Se despidió con un cálido beso de Álvaro y salió al descansillo atándose las zapatillas.

Y ahí se encontraba, conduciendo hacia la casa de su infancia, al encuentro de sus padres, y no podía sentirse más que una intrusa. Deseaba lanzarse a los brazos de su madre, pero la conocía bien y sabía que rechazaría su abrazo. Tampoco podría contarle a su padre sus avances gracias al curso de narrativa al que se había apuntado, pues jamás escucharía nada que no aprobase. "No va a ser nada cómodo".

Apenas doce kilómetros la separaban de su destino, cuando Rosalía tuvo que detener el coche en una suerte de arcén, una cuneta más bien, completamente embarrada, y comenzó a llorar. Sin duda parecería ridícula, absurda e infantil, pero no supo manejar de otra forma el desasosiego que sentía. No era la hija que sus padres hubieran querido tener, era muy consciente de ello, pero la distancia amortiguaba el golpe. Ahora, tendría que enfrentarse a sus ojos llenos de decepción. 

"Si todo lo que soy es lo que esperan de mí, no sé qué es lo que quiero yo. Nadie me pregunta a mí" decía Zahara con su dulce y enigmática voz, y Rosalía dejó escapar una leve y torcida sonrisa: resultaba reconfortante que alguien se atreviera a poner nombre a lo que Rosalía, inútilmente, se esforzaba por esconder.

En el exterior se había desatado una tormenta, cómo si el cielo llorase con ella. La cortina de agua le impedía ver más allá de su coche. “Voy a escribir en muros toda mi tristeza, hasta que la lluvia borre parte de sus letras. Si nunca he sido un hámster y jamás será mi rueda, ¿por qué entro en su juego una y otra vez?”.

Metió primera; el motor rugió y las ruedas resbalaron levemente a causa del barro, pero no impidieron su avance. Piso con más fuerza el pedal del acelerador y salió disparada sobre la resbaladiza carretera.

Cuando deshizo el camino de vuelta a casa al caer la noche, Rosalía repasó escena a escena la visita a sus padres.

Al llegar al final de la pista que llevaba a la casa de la aldea, nadie estaba la estaba esperando. Dejó el coche en la explanada delantera. Cogió aire varias veces, cómo intentando rescatar restos de valor, y salió del coche a la carrera hasta alcanzar el porche acristalado.

Encontró a su padre sentado al calor de la cocina de leña. Un intenso olor de barniz dominaba la estancia.

-       Hola, papá. 

Su padre alzó la vista hacia ella, y sin pronunciar palabra, volvió al trabajo que le ocupaba: barnizar unas antiguas sillas que, sin duda, él mismo habría restaurado. A pesar de su mal carácter, era un hombre de una profunda sensibilidad; tal vez por eso no fuera capaz de ver más allá del dolor por la supuesta traición de su hija. 

Rosalía abandonó la cocina y recorrió la casa de planta baja. Oía la voz de su madre, así que la siguió hasta la habitación que ocupaba su abuelo: le estaba arropando con ternura, calándole bien el gorrito de lana para que no tuviera frío en la cabeza desnuda. Rosalía los contempló apoyada en el marco de la puerta, con una sonrisa llena de añoranza dibujada en el rostro. 

-       Cando chegaches? - preguntó su madre cuando la descubrió allí.

-       Ahora mismo. Hola, mamá.

-       Hola. - fue todo lo que obtuvo antes de que su madre la obligase a retirarse para salir del dormitorio. 

El abuelo descansaba plácidamente en su cama, con una respiración sosegada que apenas se veía perturbada por sordos ronquidos. Rosalía suspiró, y regresó a la cocina, el corazón de toda la casa.

-       Me alegró mucho que me llamases, mamá. Tenía muchas ganas de veros y...

-       Chameite porque non me quedou outro remedio. Xa sei que andas moi ocupada malvivindo a túa vida, pero teu pai mais a min dóennos os lombos. Tes que axudar a coidar do avó, como el coidou de ti cando eras nena.

-       Lo hago encantada, mamá. Os he llamado todos y cada uno de los días...

-       Non teño nada mais que falar contigo.

Sabiéndose vencida, Rosalía regresó al cuarto de su abuelo y se sentó en el butacón situado bajo la ventana, justo al lado de la cama, y velo su sueño hasta que empezó a balbucear, medio despierto, medio en sueños, que quería un café con caña. Rosalía sonrió, y se levantó. Aquello no le podría hacer más daño que el tumor que tenía en el pulmón, enraizándose más y más en su aorta, y que el veneno fluorescente que había soportado en las interminables y fatigosas sesiones de quimioterapia que había sufrido durante años. Apenas le quedaban unos meses de vida, y se merecía disfrutar de las pocas alegrías que le quedaban.

Tras la merienda, le dio un baño con el corazón encogido. aquel hombre, débil, enfermo, ya no era el abuelo que ella recordaba, que la había llevado sobre sus hombros a donde quiera que él fuera. Ahora tenía la piel quebradiza como el papel de fumar, pálida como la leche, con cardenales violáceos, y se les pegaba a los huesos, descubriendo su preocupante delgadez. Sufría dolores aquel día, pues estaba triste y callado, y negó con la cabeza cuando su madre le preguntó si quería cenar. Volvió a acostarle y besó su frente. No se marchó de su lado hasta que se quedó dormido y soltó su mano. Sus padres estaban ya cenando, pero no había un plato para ella sobre la mesa. Era absurdo intentarlo siquiera, por lo que salió de nuevo a la lluvia y se montó en el coche sin despedirse.

Llegó a su casa cerca de la media noche. Abrió la puerta con sigilo para no despertar a Álvaro, pero cuando entró, le descubrió esperándola en salón del pequeño y agradable piso que compartían.

-       ¿Qué tal ha ido? – preguntó con su optimismo habitual.

-       ¡Genial! He estado con mi abuelo, hoy se encontraba mal, pobrecito. ¡Por cierto! Mis padres te envían saludos. – mintió Rosalía, intentando aparentar normalidad.

Entonces, Álvaro la rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho. Siempre sabía cómo hacerla sentir mejor, aunque no tuviera idea de qué era lo que iba mal. Ésa era su mejor cualidad. No tardaron en irse a la cama. Álvaro se durmió primero, y como siempre, a Rosalía volvieron a asaltarla los pensamientos intrusivos que se habían convertido a esas alturas en viejos conocidos. “No puedo seguir así, necesito encontrar la paz”, se dijo, y antes de lograr conciliar el sueño, en su cabeza sonó el eco de una canción: “Si la calma te dejó, no te avergüences, sólo parece un mal final, no lo mereces. El camino amainará según se ande y ya llegó por fin La Tempestad”.

Rosalía encontró cierto consuelo en esa reflexión, y al día siguiente, comenzaría una nueva vida. No podía controlar el enfado ni el dolor que sentían sus padres, pero sí podía esforzarse por ser la mejor versión de sí misma y demostrarles que sus temores, aunque naturales, estaban infundados.

Retomó la novela que había dejado a medias, pues tras la discusión y como decía su grupo de música favorito, la inspiración había tenido una intermitente aparición; se encontraba a puertas del desenlace, y volvió a escribir con la ilusión de terminarla a tiempo y poder enseñársela a su abuelo.

Las semanas siguientes fueron duras, sin dudas. Cuando Álvaro se levantaba de madrugada para ir a trabajar, Rosalía invertía sus horas de insomnio en escribir, escribir, escribir. Al mediodía, cogía el coche y se dirigía hacia el comedor escolar en el que trabajaba, y en aquellos días, se dio cuenta de lo mucho que disfrutaba de sus niños. Por las tardes, Álvaro y ella debatían sobre la mejor forma de resolver los diferentes conflictos que se presentaban en la narración de su historia y tras pocas, pero reparadoras horas de sueño, volvía a levantarse para continuar escribiendo.

A mediados del mes de abril, Rosalía creía tenerla casi lista. Eufórica, buscó por todo el piso su teléfono móvil para llamar a su editora, y amiga, Beatriz y anunciarle que ya podían empezar a ponerse manos a la obra, pero cuando encontró el móvil y vio la llamada entrante, supo que algo iba a mal. Era su padre.

Descolgó lentamente, y simplemente, escuchó.

-       Hola, Rosalía. – saludó su padre, con la voz tomada. Al fondo, podía escuchar los aullidos de su madre. – Bueno, ya está.

No necesitó nada más para comprender que su abuelo los había dejado.

Álvaro y ella volaron hasta la aldea. Rosalía no pronunció palabra en todo el viaje, y él no le soltó la mano ni siquiera para cambiar de marcha. “Se ha ido y no me ha dado tiempo de enseñarle mi libro”, era todo lo que Rosalía podía pensar.

El dolor por su partida finalmente alejó las rencillas de aquella pequeña familia de la que ya sólo quedaban tres. Los padres de Rosalía sí les estaban esperando esta vez, y en cuanto se bajaron del coche, corrieron a su encuentro para fundirse por fin en un abrazo.

Le despidieron en la intimidad, recordando las anécdotas que les había dejado, las enseñanzas, el amor incondicional que les había dado, y no todas las lágrimas que aquella tarde se derramaron fueron amargas. Al día siguiente, la mañana se había alzado fresca a pesar del cielo despejado. Todo aquel que conoció al abuelo de Rosalía acudió a acompañarlos en la última despedida, y Rosalía, abrazada a sus padres, se sintió reconfortada. Había tenido una larga y buena vida, y al final, se había quedado dormido, se había ido sin sufrir.

Cuando se montaron en el coche para regresar a la casa de la aldea, la radio se encendió automáticamente y sonó Andrés Suárez:

“Lluévenos de vez en cuando. Manda una señal y un beso, yo sabré interpretarlo”.

Y a modo de indudable respuesta, comenzó a llover.

 

 

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