El precio del valor

 

Rubén había tenido un mal día.

La mañana había amanecido gris y húmeda, como todos los días desde hacía semanas, ya había perdido la cuenta de cuántas. La noche había sido ventosa y los aullidos del viento colándose por las ventanas no le había dejado pegar ojo. Aunque si quería ser franco consigo mismo, era probable que la discusión que había tenido con su hija Laura hubiera tenido algo que ver.

¿Por qué le resultaba siempre tan difícil llevarse bien con ella? Rubén sólo pensaba en el futuro bienestar de su hija, pero ahora la niña había salido con el cuento de “Papá, ¡quiero ser artista!”, con el consiguiente disgusto de su mujer, Maribel. No había manuales sobre cómo ser padre, pero Rubén nunca pensó que sería tan sumamente difícil.

No le había dado tiempo a hablar con ella antes de marchare a trabajar; un sentimiento de angustia crecía en su interior con el paso de las horas, y Rubén no conseguía descifrar el por qué. Estaba seguro de que con paciencia y diálogo lograrían superar la discusión, pero entonces, ¿por qué se sentía tan inquieto?

Para colmo de males, tenía que hacer el servicio de noche. Lo detestaba con todas sus fuerzas, pues sentía que era un día perdido, pero no había sabido decirle que no a su compañero. Recorrió la desierta circunvalación hasta llegar a la Comandancia de La Coruña, y entró en el sobrio edificio. Las humedades de las paredes iban a más, ¿cuándo pensaban arreglarlas? Le resultaba muy frustrante que el ritmo del resto del mundo no fuera igual al suyo…

Cuando salió del vestuario, ya completamente uniformado, se sentó en la sala de reuniones y se sirvió un café de máquina. No le gustaba nada su sabor, pero si quería estar despierto y espabilado, no le quedaba otro remedio. “Espero que resulte una noche tranquila”, pensó al tiempo que removía su bebida con la cucharilla de plástico.

Se cruzó con algunos compañeros que estaban de paso, y se saludaron con secos y despistados gestos. No le tenían demasiado aprecio desde que se había atrevido a denunciar las malas prácticas con las que algunos coroneles hacían la vista gorda. “No importa”, se dijo, animándose. “Éste es el precio que se paga por ser valiente”.

El viejo reloj de pared marcaba las once de la noche cuando la luz cegadora de un relámpago inundó la estancia. Pocos segundos después, el ruido ensordecedor de los truenos fue lo único que se alcanzaba a escuchar. Iba a desatarse una tormenta, y Rubén dejó escapar un suspiro. “Con la tromba de agua que va a caer, los chavales se van a quedar sin fiesta”. Los jueves resultaban casi peores que un sábado noche en la zona del Orzán: los universitarios salían en masa a quemar la ciudad, y los altercados se podían contar por decenas esos días. Rubén lo agradeció en su fuero interno, no tenía el temple necesario para soportar las excusas absurdas de algún chico pasado de copas.

Se acercaba la medianoche cuando el sonido de unos pasos acercándose alertó a Rubén. Cerró el libro que estaba leyendo para matar el tiempo, y le dio un último y apurado sorbo al amargo café.

-       - Acaban de dar un aviso en la playa. Por lo visto, unos compañeros están teniendo problemas con un grupo de chavales. Quieren acceder a Riazor, que está cerrada por aviso de grandes olas. Han pedido apoyo. – anunció su compañero Rodrigo.

-      -  Bueno, parece que no hay tiempo que perder. Venga, vamos. ¿Conduzco yo?

Por fin un golpe de suerte. Rodrigo Luque era de los pocos colegas con el que se sentía a gusto. Era un chico joven, recién salido de la academia. Coruña había sido su primer destino, y todavía no se había intoxicado de los malos rollos que existían entre unos y otros. Gozaba un carácter tranquilo, y no tenía por costumbre hablar demasiado. Aquello le gustaba a Rubén.

Salieron al patio y se vieron obligados a correr hasta el coche rotulado para no calarse hasta los huesos. “Menudo tiempo hace. Ojalá no se pongan muy tontos y resolvamos pronto el conflicto”.

Rubén arrancó el vehículo y callejeó hasta coger la carretera que bajaba hasta el puerto. A continuación, giró a la izquierda para coger el falso túnel que habían construido apenas unos años atrás. Se suponía que ayudaría a aliviar el tráfico de la zona centro de la ciudad, pero a la vista de los resultados, Rubén no estaba del todo seguro. Lo que no se podía negar, es que te llevaba de un extremo a otro de la ciudad sin la necesidad de dar tantas vueltas. No había demasiados coches circulando. Llegarían en seguida.

-      -  ¿Qué tal te vas adaptando? – le preguntó a su joven compañero, intentando hacer la situación más amena. – El clima desde luego es un reto. Yo soy de Andalucía, por lo que puedo entenderte.

-       Es un cambio, sí. – contestó Rodrigo. – Aunque estoy seguro de que cuando llegue agosto no echaré de menos los cuarenta grados a la sombra de Mérida.

Rubén se rió. Las palabras del chico le habían transportado hasta un viejo recuerdo. En el pequeño pueblo andaluz en el que se había criado, en la década de los ochenta, no existían las piscinas municipales, y en verano el calor resultaba castigador. Entonces, para refrescarse, Rubén y sus amigos emprendían una pequeña excursión hasta el río; allí pasaban la tarde, bañándose a pesar del escaso caudal, construyendo refugios con ramas y barro, o arriesgando estúpidamente la vida molestando a los toros bravos que pastaban por los alrededores.

-      -  ¡Madre mía! – la urgencia en la voz de Rodrigo le hizo volver a la realidad. - ¿Se puede saber qué les pasa a esos chicos?

Rubén apuntó en su lista de cosas que hacer ir al oculista. Entrecerró los ojos, esforzándose por ver más allá de la cortina de agua. Distinguió las luces azules de varios coches parados en mitad de la calzada. De forma instintiva, aceleró el suyo para llegar cuanto antes. El océano atlántico quedaba a mano derecha.

Rubén detuvo el coche con un sonoro frenazo, y ambos hombres se lanzaron fuera del vehículo, sin saber muy bien qué podían esperar.

Habían hecho falta dos patrullas para retener a los tres chavales. La expresión corporal de sus compañeros delataba tensión y nerviosismo, y Rubén no pudo evitar contagiarse de aquellas emociones.

-     -   ¿Cuál es el problema? – preguntó con voz firme.

- - -  Aquí, estos tres lumbreras, que no quieren dar por terminada la noche. – contestó el compañero de mayor edad.

-      -  ¿Habéis tomado sus datos?

-      -  ¡Qué más quisiera yo! – dijo alzando la voz a causa de la incesante lluvia. – Resulta que les han robado la cartera. A los tres. Ya ves tú la casualidad. Algunos vecinos nos llamaron porque estaban formando escándalo en los soportales, y cuando llegamos nos los encontramos intentando saltar el muro de contención hacia la playa. ¡Ni te imaginas lo que nos ha costado alejarlos de allí!

Aquel hombre bajito y con bigote canoso no había terminado aún de hablar, cuando Rubén vio en su visión periférica cómo todo se precipitó de repente. En un descuido de los agentes que los custodiaban, dos de los chicos habían echado a correr otra vez hacia Riazor. El mar rugía, furibundo, estrellándose una y otra vez contra los muros. Al mismo tiempo, su compañero Rodrigo les siguió en una carrera suicida. “¿Es que acaso esta juventud no tiene nada en la cabeza?” pensó Rubén, pero se descubrió volado también detrás de ellos.

Era demasiado tarde. Lo supo desde el primer momento, pero ya no había vuelta atrás. Aún podía ver las siluetas de los tres hombres en el agua, luchando contra la salvaje marea, pero, de repente, el mar lo atrapó también a él.

Lo primero que sintió fue un dolor sordo; el impacto contra el agua le había dejado aturdido, pero su instinto de supervivencia se activó y le presionó para encontrar la superficie. Cuando el aire por fin entró en sus pulmones, sintió un incendio propagándose en su interior; había tragado demasiada agua.

Rubén braceaba intentando mantenerse a flote, pero era una tarea titánica. El mar estaba embravecido y tenía ya la suficiente edad para conocer las consecuencias de sus actos. Lo lamentó en lo más profundo de su corazón, pero no había tenido más remedio: cualquiera de aquellos chicos podía haber sido su hija. Quería salvarlos. Tenía que salvarlos. Era su deber.

Un nuevo relámpago iluminó la oscura noche, y Rubén contempló cómo la ola más grande que había podido ver en los veinticinco años que llevaba viviendo allí, se acercaba inexorable hacía él.

Rubén no vio pasar toda su vida ante sus ojos, tan sólo pensó en las dos personas que más quería, anhelando que llegaran a entenderse. “Laura será una gran escritora”, fue el último pensamiento antes de que el mar se lo tragase para siempre.

Comentarios

Entradas populares