La relatividad del tiempo

 Hacía días que no llovía. El clima era de un frío seco que calaba hasta los huesos. Pablo se había levantado resacoso tras vaciar dos botellas de vino él solo la noche anterior en un revoltijo de mantas. La cabeza le daba vueltas y sentía que sus pensamientos estaban impregnados de una niebla pegajosa que le impedía razonar con la fluidez habitual. Alargó de forma torpe el brazo izquierdo en busca de algún resquicio de agua que hidratase su boca pastosa. El crujido de una botella de plástico le hizo sonreír, se la llevó a los labios con movimientos erráticos y bebió, bebió con ganas como si no existiera un mañana. Los párpados le pesaban tanto que cuando finalmente sonó la alarma, Pablo se encontraba en algún lugar remoto. Creía haberla apagado, al fin y al cabo, era sábado y estaba de celebración...  

¡Mierda! No era sábado. Era viernes. Era viernes, tenía una reunión importante a primera hora y llegaba tarde.  

La calma con la que había amanecido desapareció, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Saltó de la cama y fue directo al baño. No había tiempo para una ducha, se limitó a intentar peinar el indomable cabello lleno de remolinos. Tenía el tiempo justo para coger el primer autobús que pasara y llegar a la cita. Colonia, en cantidades industriales. ¿Dónde había dejado la camisa? ¡No era posible! La había manchado con el vino. Era la única buena. Al final llegaría tarde. Se preparó el café mientras intentaba subirse los pantalones saltando sobre una sola pierna. Si no se presentaba a la reunión iba a perder la oportunidad de exponer sus fotografías. Consultó cuánto tiempo le faltaba al autobús mientras se cepillaba los dientes con tanto ahínco que se hizo daño en sus sensibles encías. 


Cinco minutos. La parada estaba a siete, contando con que ya estuviera listo. No tenía tiempo para mirarse al espejo, se tuvo que conformar con un vistazo de reojo al pasar por el pasillo de un lado para otro. Presentable le pareció el mejor piropo en aquel momento. 


Cuatro minutos. Pabló voló a través del desordenado apartamento y cogió por los pelos la inmensa carpeta de cartón en donde guardaba el material que quería exponer. Ahora debía correr de verdad. Él, que tenía dos pies derechos, y le gustaba tomarse la vida de forma pausada, había saltado los escalones forrados con espantosos baldosines, arrollando a algún que otro vecino y ahora se veía galopando a través de las calles abandonadas por el maldito frío polar.  


Tres minutos. El corazón le latía desbocado en la garganta y su respiración agitada le humillaba en cada jadeo desesperado. Iba a llegar tarde. No le esperarían. Ojalá lloviese. La lluvia le traía suerte. 


Dos minutos. El sudor frío le ponía el vello de punta al caer insolente por la espalda. Pablo mantenía la mirada fija en el suelo en busca de obstáculos que le demoraran más, pero si alzaba la vista podía ver la parada del autobús en lo más alto de la empinada avenida. Su aliento se convertía en vaho al contacto con el ambiente congelado. No iba a conseguirlo. La ocasión le había caído del cielo e iba a perderla por una estúpida celebración anticipada.  


Un minuto. Podía escuchar el enérgico rugir del autobús a escasos metros detrás de él en la desierta carretera. Pabló apuró sus últimas fuerzas y las invirtió en un sprint kamikaze. O llegaba a tiempo, o le daría un infarto. Las luces de colores que se reflejaban en sus gafas de pasta le animaron: los semáforos estaban de su parte.  

Al final, Pablo y el autobús llegaron a la parada al mismo tiempo, y un estruendoso relámpago surco el gris firmamento. Una lluvia fina pero obstinada comenzó entonces a caer. Había llegado a tiempo. Ya no hacía tanto frío. Definitivamente, iba a ser un buen día. 

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