Hey! Soul Sister.


“Cuando crecí me marché del barrio…” me cantaba al oído La Oreja de Van Gogh a través de los cascos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve allí.

Nada había cambiado: la hora azul bañaba las aguas de la ría, el viento, suave y fresco, correteaba entre los transeúntes y el ambiente estaba inundado por las voces de los niños. Y a pesar de todo, no podía evitar sentirme fuera de lugar. “La extraña, eres tú”.

Me senté en la terraza, donde tantas horas había compartido con los amigos de toda la vida, saboreando los recuerdos y anécdotas. El camarero acudió de inmediato a atenderme y le pedí un café de manera despistada. De pronto, entre los rostros desconocidos del gentío, pude reconocer uno que me resultó algo más que familiar.

Los nervios me erizaron la piel, y sentí el impulso de correr hacia ella. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Catorce? No, eran quince; quince años sin ver a la persona que más había querido en la vida. Crecimos juntas, y nos convertimos en hermanas del alma. Cada viernes teníamos una cita fija a las cuatro menos cuarto en su casa, y compartíamos horas de juegos en el desván que el abuelo Antonio nos había acondicionado planeando travesuras inconfesables, escribiendo historias que sólo podíamos imaginar nosotras, canciones en las que nos sentíamos representadas... Lo compartimos todo. Incluso en algún momento, tuvimos también los mismos sueños. Pero desde que me fui, todo se había perdido y no habíamos vuelto a hablar.

Un impulso me obligó a levantarme y, cuando me quise dar cuenta, me encontraba en el interior de la cafetería siguiendo su estela, y sin saber qué hacer. El universo tomó la decisión por mí. Julia y yo nos encontramos frente a frente; sus ojos abiertos delataban la sorpresa detrás del vaho que le empañaba las gafas.

- Creo que llegas un poco tarde. – dijo sonriendo, tras consultar en el reloj de su muñeca qué hora era.

Su sonrisa fue capaz de obrar milagros. Todo cuanto nos rodeaba comenzó a desvanecerse y de pronto, volvíamos a estar en la pequeña y casi deshabitada aldea que nos había visto nacer. Julia seguía siendo una niña pequeña de cabellos cortos que corría a mi encuentro, aunque nos hubiéramos visto el día anterior; pero en aquella ocasión, fui yo la que se lanzó a los suyos. Nos fundimos en un abrazo cálido e infinito, repleto de las palabras que no nos habíamos dicho en todos estos años, y sentí cómo todo mi mundo, antes hueco y desordenado, se recolocaba y las piezas encajaban en el lugar correcto.

En lo que dura un parpadeo, la imagen se disolvió y crucé el puente que me devolvía del País de las Maravillas. Volvía a encontrarme en la terraza y el viento comenzaba a arreciar. El camarero me observaba con gesto de estupefacción, y me descubrí llorando.

Julia se alejaba, perdiéndose entre la multitud. Busqué recomponerme y le regalé al joven una sonrisa que sabía a sal, me levanté rebuscando dentro del bolso y dejé el dinero del café sobre la mesa.

Emprendí el trayecto de vuelta al hotel con un andar paseniño, volví a ponerme los auriculares y le di al play. 

“Aprendí a conformarme, y así está mejor…"

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