El juego de los sentidos

 No podía fiarme de mi visión. La oscuridad era total, y a pesar de que mis ojos se habían acostumbrado, no era capaz de ver más allá de unos pocos pasos a mi alrededor. Una gran ansiedad se apoderó de mí y todo mi cuerpo empezó a vibrar en incontrolables sacudidas; las manos me temblaban tanto que corría el peligro de que el arma se disparase sola y aquello sería un error fatal. Delataría mi posición y todo estaría perdido. Me obligué a relajarme. Inspiré profundamente varias veces, intentando acomodar los latidos desbocados de mi corazón.

No me quedaba más remedio: tendría que fiarme de mis otros sentidos. Agudicé el oído; en el silencio reinante pude detectar el goteo incesante de una tubería rota. Provenía de mi izquierda, sin duda, tan sólo a unos pocos metros de mí. De repente, capté algo más. Había sido un ruido muy sutil, pero en aquel limbo donde el tiempo y el espacio parecían haberse detenido, desde luego llamaba la atención.

Bueno, finalmente él se había equivocado primero, y eso repercutía en una clara ventaja para mí. Con cierto margen de error, calculé que estaba en la amplia entrada del destartalado almacén. Yo me encontraba en una de las habitaciones; podría resultar una ratonera, puesto que no había ninguna otra salida que no fuera la puerta entreabierta, que sin duda conducía a un gran abismo negro. Si me arriesgaba a salir, el chirrido de las bisagras, seguramente oxidadas, me delataría como una sucia rata; si conseguía deshacerme de la ansiedad y aguardaba un poco más, a lo mejor era él el que caía en un callejón sin salida. 

Me mordí el labio en un gesto de impaciencia, y noté de inmediato el sabor salado del sudor. No tenía elección, no podía fracasar. Aspiré todo el aire posible, ya que me había resultado imposible controlar las frenéticas sacudidas, e intenté convertirme en Pulgarcito para conseguir salir sin chocar contra la puerta. Sabía que la pared estaba a mis espaldas, a la derecha, y caminé con sigilo acariciándola cada pocos pasos; las yemas se movían al compás que marcaban las irregularidades, pero no debía detenerme en detalles nimios, el enemigo estaba aquí, en algún lugar, quizás muy cerca de mí.

Ya no podía más, tenía que respirar. Inhalé despacio, y el olor de una fragancia amaderada, mezclada con algo cítrico, lo delató. No debía malgastar la oportunidad, pues no habría otra; él también podría darse cuenta de mi proximidad en cualquier momento. Me arrodillé con sigilo sin saber exactamente a qué distancia estaba el suelo, pero la lengua fría y afilada lamió mis rodillas a través de la tela del pantalón dándome la bienvenida. Ya estaba, me lo jugaba todo. Adopté la posición de disparo lo mejor posible, pues me encontraba en vilo, olfateé el aire una última vez para asegurarme de que no se había movido, rogué que mi pulso no me fallara y fuera firme y el disparo certero.

La explosión de la detonación rompió el silencio como si estuviera hecho de cristal, pero el impacto contra su cuerpo me resultó estridente de forma caprichosa. Impactó contra el suelo en un golpe sordo, y de repente, una luz cegadora iluminó la nave.

¡Había vencido! La pintura rosa bañaba por completo el chaleco protector de Álvaro, no quedaba nadie más en pie. La adrenalina se convirtió en euforia y me recreé en mi triunfo gritando hasta irritarme la garganta, y su rostro compungido la endulzó todavía más si cabe. Así aprendería.

- Me debes cincuenta euros. - le dije antes de marcharme con la cabeza alta en dirección a los vestuarios.

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